Noches de Seducción · Capítulo 1

 

Capítulo 1

  

Q

uerido diario…

 

¿Qué cojones…? Tachó la línea, lo pensó durante unos segundos y después escribió: Querido amigo…

Maldita sea, ¿qué estaba haciendo? Nunca había tenido un jodido diario donde plasmar sus sentimientos, sus pensamientos, sus impresiones… Para eso tenía a Dennis, su mejor amigo, al que conocía de toda la vida, y al que todavía echaba tanto de menos.  

Cuando se enamoró por primera vez, de un autentico gilipollas, ahí estaba él, compartiendo con ella su alegría, y después también su tristeza cuando el capullo la cambió por una amiga. Cuando descubrió los placeres del sexo, también estuvo ahí, escuchándola, sintiéndose feliz por ella, y deseando en secreto experimentar algún día eso que su amiga le relataba tan ilusionada. Compartían los mismos gustos, los mismos intereses, muchas anécdotas de la infancia y de la adolescencia, muchos amores y desamores. No había secretos entre ellos. Y cuando ella decidió embarcarse en esa nueva aventura, con la que había soñado desde que tenía apenas quince años, él también la siguió, porque era un sueño compartido por ambos. Juntos habían visto, durante las vacaciones estivales, todas las series que conocían sobre policías, tirados sobre el sillón, en la casa de él o en la de ella, mientras comían palomitas y acababan con la reserva de coca-colas. Starsky y Hutch, S.W.A.T, Canción triste de Hill Street, Los Ángeles de Charlie… Todas las series antiguas las habían visto gracias a reposiciones televisivas, esas que ponían cada año porque parecía que la cadena no tenía dinero para más.

 

Dennis.

Soltó un largo suspiro. Debía dejar de pensar en él y en las cosas que todavía la ponían triste. Pero no conseguía olvidarlo, se sentía incompleta, como si le faltara la otra mitad. Una sensación muy parecida a la que debían sentir los gemelos cuando faltaba alguno de ellos; vacío.

«¡Joder, estás inmersa en una mudanza! Concéntrate en eso.»

Pero habían cambiado tanto las cosas en los últimos meses…

Era incapaz de acostumbrarse a no tenerlo vagando por su casa, abriendo la nevera y sacando un cerveza para compartir, o apropiándose del mando de la tele.

Quizás por ello estaba recurriendo a un puñetero diario, para desahogar la dolorosa impotencia que la frustraba cada día en cuanto ponía los pies fuera de la cama. Si la hubieran visto hacia unas semanas habrían dicho que había tocado fondo. Estaba mandando a la mierda toda su vida. Había estado tan hundida… un paso más allá de la miseria, pero había conseguido salir a flote. En realidad, ella, y la otra que la iba a acompañar de por vida en su nuevo recorrido.

Ciertos cambios, extraños e imposibles, se estaban dando en su cuerpo. Embotados por los efectos de los tranquilizantes y la bebida, finalmente se habían abierto paso y emergido al exterior. Después de descubrirlos, de saber de lo que era capaz de llegar a hacer, decidió que debía alejarse de su familia, de su casa, de los pocos amigos que la habían conocido tal cual era y que jamás volvería a ser…

¿Cómo le explicas a tu madre, una férrea devota católica, que has dejado de creer en Dios? ¿Qué pasas de acompañarla a misa los domingos, o que te importa una mierda la Navidad porque ya no significa nada para ti? ¿Dónde estaba Dios aquella noche? ¿Por qué lo dejó morir? ¿Estaba tan ocupado que no pudo dedicarle ni un solo segundo a la vida de la mejor persona que había conocido nunca?

«Querida, que no se te olvide contarle a tus amigos que te has pasado al zumo de tomate porque por su tono rojizo es lo más parecido a la sangre que vas a tomar. Intenta explicarlo también.»

Pixie eligió ese momento para pasar junto a ella y maullarle requiriendo atención. El puto gato se había vuelto de lo más arisco desde hacía un tiempo. Exactamente, desde que sus colmillos eran más grandes que los del felino. Le acarició la cabeza distraídamente y Pixie le bufó.

 

—Que te jodan… Busca tu maldito peluche, y rápido, que nos vamos…

 

Estaba a punto de cambiar de ciudad, de casa, de trabajo y de compañeros. Sus compañeros… esos cabrones hipócritas. Llevaba años en la misma comisaria, todos la conocían, joder, y malditos fueran, debían estar celebrando una fiesta de despedida, pero ¿qué coño hacia ella en su casa? Se habían olvidado de invitar a la homenajeada. ¿Por qué? Si era jodidamente encantadora. Un alma incomprendida. Imbéciles, que se jodieran, no le había apetecido ser amable con ninguno.

¿No te gusta como soy? No me dirijas la palabra. Punto.

Cerró el diario y se recostó en la silla, todavía le quedaban unos minutos antes de dejar atrás toda su vida. Miró el cuaderno con cubiertas de piel. Había sido un regalo de Dennis hacía años. Cerró los ojos y las lágrimas se le acumularon en las pestañas. Dioses, se había convertido en una jodida sensible y llorona. Se sentía como una maldita adolescente hiperhormonada, con las emociones a flor de piel.

«Olvídalo, cariño, ¿tú, una adolescente? Te estás haciendo mayor, corazón.»

«¿Pero qué dices, chica? ¿Te has mirado últimamente al espejo? Estás fantástica; piel tersa, tono saludable, ojos azules y con un brillo especial, hermosa melena oscura, curvas deliciosas. Todavía haces que los tíos se giren a tu paso.»

«Sí, y que cuando abras la boca salgan corriendo.»

«Cierra el pico, aguafiestas.»

Se puso en pie y recogió del suelo el peluche preferido de Pixie: un conejo deshilachado que estaba pidiendo a gritos que alguien se dignara a tirarlo a la basura. Sí, claro, a ver quién era capaz de aguantar al «bicho» durante días. Seguro que le daba motivos para odiarla todavía más. ¿Pero qué le había hecho? Envidioso.

Cogió el diario y lo metió en la pequeña mochila, obligó al gato a entrar en su caja de viaje bajo amenazas de olvidar llevarse su juguete preferido, recogió las llaves de la mesita de la entrada, se colocó la cazadora, apagó las luces y salió. No miró atrás cuando cerró la puerta, de lo que había sido un hogar feliz durante años, por última vez.

 

 

 

E

l teléfono no dejaba de sonar. Aidan posó la barra sobre los apoyos a ambos lados del press de banca en el que llevaba una hora ejercitándose y se acercó a la cama donde había dejado el móvil. El de los asuntos profesionales. El sudor resbalaba por su torso, haciéndolo brillar bajo los fluorescentes de la habitación. Cogió una toalla y comenzó a secarse distraídamente mientras miraba el número oculto y descolgaba la llamada.

 

—Diga.

—¿Doyle? —preguntó la voz al otro lado de la línea.

—El mismo. ¿Quién le ha dado mi número? —interrogó al desconocido.

—Un amigo, le hizo un trabajo, y yo… necesito algo de usted. ¿Podríamos vernos esta noche?

—¿Qué necesita exactamente? —Aidan dejó caer la toalla al suelo y se acercó al vestidor, se quedó mirando el interior ante las puertas correderas abiertas.

—Es un tema delicado, preferiría tratarlo en persona…

—Donde.

—En la calle Chelsea, carretera Constitución, detrás de los muelles hay unos jardines que hacen esquina…

—A las 12.

—¿Cómo le reconoceré? —preguntó el hombre

—Yo le reconoceré a usted —y colgó, tirando después el móvil sobre la cama desordenada.

 

Sacó del enorme ropero empotrado su ropa de trabajo: jersey de cuello alto, cazadora de cuero, vaqueros desgastados y gruesas botas, todo en riguroso negro. Lo dejó sobre la cama y se dirigió al otro lado de la habitación; al armario de las armas. Corrió la hoja forrada de cristal hasta el techo y sacó un par de dagas con aleación de titanio, sus dos inseparables Beretta, munición para ambas armas y un juego de Shurikens. Después se adentró en el baño mientras se despojaba descuidadamente del chándal.

La noche hacía rato que le había ganado la partida al día. Fuera, la oscuridad ya se cernía sobre la ciudad como un enorme manto negro y peligroso. Aún faltaban un par de horas para su cita, pero sería un jodido idiota si no salía antes a recorrer todo el perímetro, reconocer la zona y comprobar que no era una maldita trampa. Por su propia seguridad. Eran esas precauciones las que todavía lo mantenían con vida. No por nada llevaba años en eso y no tenía en mente desaparecer de ese mundo. Y menos ahora, que ella, sin saberlo, se acercaba a su destino.

 

 

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